Un ejemplo donde se pone en práctica
ambos tipos de conciencia: conciencia psicológica y conciencia moral.
Mario tiene quince años, y vive lo que
se considera la vida normal de un chico de esa edad, sin particulares
problemas. Está contento con su familia, aunque piensa que sus padres limitan
bastante sus movimientos y establecen demasiadas reglas. Piensa que ese modo de
proceder no es justo, porque sus padres le consideran menor de lo que es, y
porque sus amigos tienen más libertad que él. Además, nunca ha dado ningún
problema serio en su casa, y cuando pide explicaciones le despachan con alguna
frase hecha, muy poco convincente. De todas maneras, aunque se queje, tampoco
puede decirse que dramatice esa situación.
Un día estaba en casa de un amigo, y
resultó que éste pasaba por un momento de desánimo. Empezaron a hablar de sus
problemas, y Mario no se dio cuenta de que se hacía muy tarde ni, hasta pasadas
las 11.OO, de que en aquella familia cada uno cenaba por su cuenta y por eso no
se avisaba la hora. Volvió a su casa deprisa. Como era de esperar, fue recibido
con una fuerte bronca y amenazas de castigos que se le antojaron
desproporcionados.

Las normas y las leyes —pensaba— son algo que
se dicta para todo el mundo sin tener en cuenta que cada persona y cada
situación son distintas, o por lo menos pueden ser distintas. Eran una
generalización, una cosa impersonal, y, por ser algo impersonal, una
imposición. Si a él le dejaran libertad para volver a la hora que en conciencia
pensara que debía, seguramente se portaría igual de bien que lo venía haciendo,
pero lo haría bien por él mismo, no porque se lo impusieran: sería responsable
porque lo haría en conciencia, en vez de actuar sólo porque le obligan, sin
mérito por no salir de él mismo.
Una y otra vez seguía dándole vueltas a
las mismas cosas. Las normas y las leyes —se decía— tendrían su razón de ser
para organizarse, como por ejemplo si se quiere jugar al baloncesto hay que
seguir un reglamento. Pero no podía decirse que valieran siempre y para todos
los casos posibles: era imposible prever todo lo que podría pasar. A primera
vista, parece que los coches deben respetar los semáforos siempre, pero ¿qué
pasa si uno se estropea? ¿Va a quedarse un conductor horas delante de un
semáforo en rojo que no cambia porque está estropeado? Y, claro, en el código
de la circulación no hay nada sobre semáforos estropeados. Y eso pasa con todo.
Hasta con el “no matarás”: por supuesto
que no puedes matar a alguien para robarle o porque sí, pero luego resulta que
si te invaden te tienes que defender a tiros y puedes matar; al revés, resulta
que si estás en ésas cuantos más mates, mejor. Incluso hasta la Iglesia acepta
que pueda haber pena de muerte. Total, que las leyes están bien, pero ninguna
es perfecta y todas, absolutamente todas, tienen sus excepciones.
Por eso, por
encima de la ley tiene que estar la conciencia de cada uno, que ve si en cada
caso —en su caso— la norma se debe cumplir o se debe incumplir. Y eso sólo lo
puede ver la conciencia de uno, porque sólo uno mismo conoce de verdad lo que
le pasa a uno. Además, es la conciencia de cada cual la que le deja tranquilo o
intranquilo, y por eso lo que decide qué está bien y qué está mal para cada
uno. En cambio, lo que te mandan o te prohiben viene de fuera: como mucho, te
asusta, pero no parece que hacer las cosas por miedo le haga a uno bueno. Hasta
aquí, los razonamientos que se hacía
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